Isabel y Carlos se casaron en el Alcázar de Sevilla; ella tenía 23 años y él 26 y eran primos. Es curioso que se conocieran dos horas antes de la ceremonia, pero el enlace estaba convenido, fue, como se diría ahora, 'políticamente correcto'. El emperador las pasó canutas para pagar las arras a su novia, una dote valorada en 300,000 doblas de oro; tuvo que hipotecar las villas de Ubeda, Baeza y Andújar. Pasaron la luna de miel en Granada e inmediatamente Isabel quedó embarazada naciendo el primero de sus siete hijos el 21 de mayo de 1527. Era nada más y nada menos que Felipe II. Después llegarían Juan, María, que se casó con el emperador Maximiliano, Fernando, que vivió solo tres años, Juana, y finalmente Juan, a consecuencia de cuyo parto murió Isabel a los 35 años. Felipe, con doce, presidió el cortejo funerario hasta Granada, donde lugar el entierro y el famoso incidente del caballerizo Francisco de Borja, profundo admirador de la emperatriz -que en su día fue canonizado y es el patrón de Gandía, su ciudad natal- y encargado de abrir el féretro antes de entregarlo para su sepultura, quien al comprobar el estado del cadáver comentó «no volveré a servir a señor que pueda morir».
Renuncio a otros aspectos históricos relacionados con esta mujer extraordinaria, y les recomiendo la lectura del libro sobre la emperatriz, publicado por el Instituto de Estudios Albacetenses, del que es autor Ramón Carrilero Martínez, exdirector de la entidad. Solo una última pincelada para recordar la figura de la Señora de Albacete, una bella mujer rubia, de ojos grises, como la pintó Tiziano, que asumió con solvencia su papel de regente durante las reiteradas ausencias de Carlos V, creando además un parnasillo literario en palacio, al que acudía un tal Garcilaso de la Vega, no sé si les suena.
Ahora es la sede política de la Junta de Comunidades de Castilla-La Mancha, cuyo presidente, José María Barreda, ha regalado al Ayuntamiento albaceteño la escultura motivo de esta crónica.